Geraldine – Uno más en la familia
Cuando te encuentras a solas en la carretera pueden asaltarte multitud de preguntas pero para ser sinceros, Nueva Zelanda es un antídoto. Es tal la amabilidad entre la gente que pese a no ser recogido por ningún vehículo hacia tu destino, en el fondo sabes que de algún modo alguien te echará una mano.
Algunos se pararán para hablar contigo deseándote suerte, otros tendrán la curiosidad de conocer tu siguiente paso del viaje e incluso habrá jóvenes que al habernos visto en su ida y venida del supermercado nos entregarán gustosamente una bebida refrescante. El tiempo puede pasar rápido y seguir en el mismo punto de la calzada. Con el dedo pulgar cada vez más reacio a seguir indicando nuestro camino. Pero aunque incluso la luminosidad pierda fuerza en el horizonte seguiremos sonrientes. Es imposible no encontrarnos dichosos de estar viviendo todo tan intensamente. A pesar de la lluvia.
Es el momento de mostrar la hospitalidad, tanto de los Kiwis como de los neozelandeses que una vez fueron extranjeros en sus tierras. Cuan salido de una novela de Stephen King, el pequeño pueblo de Geraldine esconde algo en su interior. Una rareza culpable de atraparnos dentro de sus dominios.
Si por el motivo que sea alcanzas a leer esta entrada y de verdad te importo, podrás quedarte tranquilo porque tu afecto me ha sido transmitido a través de una familia. Una pareja compuesta por un alemán y una americana que en su día concebían el viaje como yo lo hago ahora. Dos personas que se conocieron aquí y después de haber vivido durante años en sus respectivos lugares de origen decidieron volver al escenario donde se conocieron. Padres de dos encantadores hijos que aceptaron a este viajero como uno más dentro de su familia, a la que habría que añadir a una adolescente japonesa llegada allí de intercambio.
Todos aquellos con los que he compartido tenedor, estabais ahí. Todas las personas que habéis influido en mi educación, estabais ahí. Sobre todo tú, pequeña dulcinea, al disfrutar durante horas conversar con la madre sobre música (cual mi mejor amigo se tratase) bajo una luz tenue, estabas abrazada a mí mientras tu bello rostro era perfilado en la cadena de música porque el disco que sonaba en ese momento era el de tu banda sonora. Era el mismo con el que tú te despiertas, con el que espero despertarme yo. Se trataba de la banda sonora de Once.
Lo verdaderamente hermoso de un viaje no está escrito en las guías turísticas, como tampoco deberían estar hipotecados nuestros sueños. Me dispongo a cerrar los párpados al calor acogedor desprendido por esta familia. Me dispongo, si me lo permitís, a compartir esta noche en vuestro regazo también.
Gracias por todo Michele, Rudi, Lucas y Logan. Gracias por traerme por un día a mi familia hasta aquí.
Sin palabras. Sólo unos ojos de par en par, una sonrisa y contando los días para poder disfrutar de todo eso!
Qué suerte haber conocido a esa familia, aunque soy de las que piensa que las casualidades no existen, así como la música que escuchaste en ese momento tan especial. Querrá decir que vamos todos con ese «backpacker» de la mano, en mi caso no lo dudo, es así.
Sigue disfrutando como hasta ahora, tanto o más!
Me alegro que te estés encontrando con estos momentos en el viaje.
Me alegro de la guía no turística que no estás brincando.
Y sobre todo, me alegro de leerte, y ver que te va todo muy bonito.
PD: Me gusta tu prosa. Para ser un barbas vascuence no lo haces mal 😉 Un abrazo tio