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Miedo a ser feliz en Nueva Zelanda

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Volver a Nueva Zelanda

Una vez haber estado ahí, tu cuerpo, tu aura, encuentra las conexiones para unirse a una sensación que la mente guarda bajo llave. Muchos no encuentran esa unión en ninguna parte, y giran y giran en rededor preguntando en voz baja lo que no quieren preguntar en voz alta. La felicidad no se busca, te encuentra, siempre y cuando sepas abrir la coraza de tu corazón para dejarle entrar.

Dicen que la peor parte de un viaje largo, de semanas, de meses, de años incluso, viene a la vuelta. Es verdad, la mente huye de un cuerpo habituado a lo cotidiano. Lo hace por necesidad, por la imperiosa necesidad de llenar de aire sus pulmones con vida. Y, como yo mismo he experimentado, uno nunca acaba de estar preparado para ello. Hay otro temor, he de avisar, que no se suele contar al viajero, quién sabe si porque es tremendamente difícil sentirte parte de un lugar al que poder llamarlo hogar.

Aceptar nuestros miedos, nuestras debilidades, no nos hace más débiles. Al contrario, nos indica que somos conscientes de nuestro yo más profundo, aquél que es capaz de hacernos sentir vivos. Vivos, pues no existe mayor miedo que a dejar de estarlo.

Tenemos toda una vida para pensar lo qué queremos en nuestra vida, con quién queremos compartir esos mágicos momentos que inexorablemente acabarán borrándose de nuestros recuerdos. Es por eso que hay una reflexión que me asalta por las noches cuando cierro los ojos y al abrirlos me despierto 5 años atrás bajo el techo de una caravana en Nueva Zelanda.

La felicidad, la paz interior, no se contabiliza a través de ninguna unidad de medida. Al encontrar tu lugar en el mundo, como el ilustre Adolfo Aristarain nos mostró dos décadas atrás, es cuando un miedo en forma de oscuridad se cierne sobre ti, moviendo todos los recuerdos y fantasías a modo de terremoto.

Siempre he querido volver a Nueva Zelanda pero, ¿cómo hacerlo si el pasado que más amas se convirtió en un país utópico en el que estaba protegido, seguro, y nada ni nadie podía dañarme? ¿Cómo dar un paso al frente y enfrentarme a una vuelta en la que quepa la posibilidad de herirme de muerte por no encontrarme la misma magia de antaño?

Difícil respuesta; sencilla y, a la vez, aterradora la solución. Volver a Aotearoa, volver a Nueva Zelanda con la intención de seguir viviendo, de continuar respirando el aire que me impulsa a ser quien soy. Como si Nueva Zelanda y yo fuéramos los hijos de la mente de Ender Wiggin.

Cada día estoy más preparado para volver a escrutar la mirada de Nueva Zelanda. Y eso me acerca a donde pertenezco.

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